domingo, 26 de junio de 2011

Cero

“…Así el color de la memoria
será un retrato desvaído de la in-memoria,
un borrón afiebrado          un cuento
de revoltura entre vivientes y finados          tu cuento.

Por eso, abre los ojos / cierra los ojos          vuélvete mágica
que
entre lo que veas y lo que no veas
puede estar el sentido de esta iluminación, o sea,
tú ahí, parada sentada con una costura en la boca,
sabia y hermosa como las abuelas huilliches”
Delia Domínguez

Luego de asesinar al padre de su hijo y de abandonar a la criatura en un vagón de un tren al sur, regresó a la casa que no compartieron durante todo el tiempo que duró aquella fachada. Al ingresar, posó la mirada en cada objeto que poblaba ese sitio como de revista de decoración, aquella como “casa piloto”, pensó y decidió comenzar a hacerlo su hogar. Luego de quitar cada no recuerdo de los muebles, de los estantes, de los libreros, de las cómodas y de los veladores,  envolvió los más frágiles en papel de diario y los colocó dentro de unas cajas de cartón que se había conseguido en un almacén cercano. Los días jueves, recordó, pasaba el camión de la basura por el barrio. Horas antes de eso, puso las cajas afuera y sin poder ser observada, observó como los cartoneros fueron llenando sus triciclos con lo que debió ser su lámpara, “la lámpara prestada”, maulló. Anocheció.
La casa había quedado vacía y, por lo tanto, llena de posibilidades de habitarla. Pero ella no necesitaba una casa, necesitaba apenas un escalón, que circunstancialmente, quedaba dentro de la casa. Decidió contar los escalones que componían armoniosamente la escalera. Quiso contarlos en la medida que iba ascendiéndolos y se percató, ya en el quinto, cómo era que la escalera resultaba ser un objeto de esos que ella podía llamar revolucionarios por ese afán de ir, peldaño a peldaño, desafiando a la naturaleza. En total sumaban quince. Lo anotó. No bastó realizar estos cálculos sino, a esta acción, prosiguió la tarea de medir la escalera, que en su extensión alcanzaba los dos metros con cincuenta centímetros. Pensó que debía coincidir el escalón  ocho con el metro y veinticinco centímetros. Volvió a subir la escalera y se detuvo en el metro veinticinco centímetro que resultaba no coincidir con el descanso del peldaño ocho sino, estar en la contrahuella compartida por el piso ocho y nueve. Marcó el lugar donde los centímetros sumaban ciento veinticinco. Entonces, sintió cansada una de sus patas delanteras. Debía ser a causa de ese afán por escribir, por intentar registrar, y decidió no volver a escribir jamás. Ahora, lo que no pudiese quedar inscrito en su memoria felina, permanecería incorrupto sólo en su tiempo y no sería arrastrado, a partir de la letra, hacia un tiempo distinto a su existencia. No quería palabrear fantasmas.
Retrocedió al escalón seis para observar, desde allí, el ocho. Movió su cabeza peluda hacia un lado y hacia otro y su cola denotaba esa tensión de la decisión. Avanzó, con lentitud y elegancia, un peldaño y otro hasta llegar al escogido. Advirtió que el color amarillo de su pelaje contrastaba hermosamente con el café oscuro de la escalera. Conformarían, a los ojos de todos, un ser verdaderamente agraciado. La huella octava era lo bastante grande como para soportar el cuerpo redondo y breve de la gata. Procedió a lamer su pata izquierda para luego pasarla con ahínco por detrás de su oreja. Pese a que lo intentó, su pata derecha no pudo limpiar efectivamente la otra. Se acostó y levantando una de las traseras, pasó su áspera lengua recorriendo toda esa ágil estructura que componía su cuerpo. Esta tarea debió de durar unos treinta minutos. Siendo ya medianoche se durmió ronroneando.
Aunque pasaron días y noches, días y semanas, noches y meses, semanas y años, la gata continuaba durmiendo mientras la escalera se iba llenando de velitas encendidas, botellas con agua y notas de agradecimiento.