lunes, 2 de julio de 2012

Pájaras

 Para Daniela.
Es tan excepcional encontrar  un colibrí. Logra suspender su marcha agitando incesantemente sus alas...


Recuerdas cuando imité el canto de una tenca? Íbamos por Independencia, camino al Monserrat. Había pasado un tiempo largo, como siempre lo extendimos, entre esa visita y la última. Por costumbre, habíamos buscado esos paréntesis previos a encontrarnos para llegar, luego, cargadas de "noticias" y regalos. Era como si nos gustase hacernos creer que habíamos viajado lejos y vuelto preñadas de nuevas experiencias para contar. Recuerdas? Lo curioso es que no podría aventurarme a decir cuál de las dos nos habituó a ello. Sucedía como un acuerdo tácito. Aún pasando meses sin vernos, nuestra relación sabía conducirse ajena a demandas y reproches, entre silencios prolongados y risas esporádicas.
Me contabas, camino por el vino que era el tercer amigo en nuestras citas, que estabas afligida por los plazos de tu tesis, que el formato científico constreñía tus ideas, pero, sobretodo, que te temblaba la mano al intentar coger el lápiz. Que lo cogías, temerosa y todo y que la escritura se empeñaba en respetar la blancura de esa página. Que la página en blanco es inmaculada, a veces, y que esa virginidad cohibe. Estábamos en eso cuando recordaste un libro sobre pájaros que estabas leyendo, Pájara de. En aquel libro los describían como criaturas crueles, territoriales y temibles. Te decía que, pese a haber visto durante un paseo en bici a un aguilucho sobre un pobre loro ya entregado, no me parecían crueles. Que la crueldad estaba en la contemplación de esa visión, sobre todo en el tiempo que mantuve mis ojos puestos en esa escena. La crueldad funcionaba dentro de nosotros pero solíamos proyectarla fuera como intentando desembarazarnos de ella.
Nos entretuvimos hablando sobre tus pájaros del libro y mis pájaros del barrio. Esa noche, luego de compartir dos botellas de vino puestas cerca de la estufa para "naufragarlas" mientras cantábamos por turno "arena blanca, mar azul...", lloraste en mis brazos, Pájara. Te acuerdas de ese cuento que leímos en la u? Ese cuento de la Bombal, el de las islas. La mujer no podía dormir cómodamente sobre su lado izquierdo y había pasado tiempo así. Le dolía. Su casa era sobrevolada por gaviotas y sus oídos, afligidos por sus graznidos*. Hasta que le brotó un ala. Yo no sé si fue esa noche que brotó en tu espalda y por eso llorabas y te abracé entre plumas y lágrimas para contener el dolor. Aquella noche dormiste en  mi cama sobre tu lado derecho mientras acicalaba ese ala recién nacida.
Te conté camino al súpermercado, que al cambiarme de casa a la casa que habité en el pasaje, todos los amaneceres que sucedieron a la mudanza, escuchaba un canto desconocido por mi. Me sorprendió su constancia en el tiempo, su claridad (que permitía escucharlo y diferenciarlo del resto de cantos de pájaros madrugadores) y su apego kantiano al reloj. Ignoro cuántos meses me habrá despertado. Tuvo un efecto analgésico en mi, pues me dolía menos levantarme a oscuras para salir a trabajar. No sólo me anunció con filantropía pajarística el comienzo de un nuevo día, sino, creí entender en el canto de esa tenca, que comenzaba un día nuevo, un día que podía potencialmente ser nuevo como distinto. La novedad era anunciada a través de un canto conocido.