No podía escribir. Cada vez que lo intentaba salían pájaros de su boca y de sus manos. Pensó que por la noche sería más fácil y cogió un lápiz y una hoja. Pero apenas intentó dibujar una letra, comenzaron a cantar. Los sintió a la altura de la garganta, con ese canto que abre el amanecer y cierra el día. Entonces, permaneció inmóvil a ver si conseguía engañarlos, que ella nunca pensó en escribir ni en engañarlos. Silenciaron su obertura de garganta y sintió que volvían a sus nidos a la altura del pecho. Tenía una bandada completa anidándole el corazón, una bandada completa silenciándole la mano ¿Cómo volver a escribir con tanta ala rozándole la carne? Con cada palabra, venía un pájaro a la boca y dos en la mano. Y si alcanzaba a escribir dos palabras, asomaba un pájaro en su mano empuñada y dos pájaros comenzaban a recorrerle la boca, esconderse entre sus dientes, dar saltitos sobre su lengua, hasta ahogar esas dos palabras a fuerza de gorjeos. Era él quien le hablaba desde su departamento, a corazones de distancia, con un pajarito plástico pegado a la boca.
