miércoles, 4 de septiembre de 2013

Rorqual

Despertamos con  ojos ahogados en lágrimas,
con  costas pariendo cadáveres,
con un mar ultrajado rubí. 



La ballena azul se extinguió. En algún momento, las costas del mundo comenzaron a poblarse de cadáveres azules que fueron muriendo en fila y se convirtió en todo un espectáculo el ir a observar ese tren de cetáceos varados.
Un informe estadístico, a cargo de la CBI*,  expuso por el año 2032 sobre una alarmante y sorpresiva baja en la población de estos animales. Si bien, su caza se prohibió a partir del año 1960, los datos arrojados por dicho informe mostraban un decrecimiento desmesurado de ejemplares entre los años 2030 y 2040, aún peor que el sufrido por los cetáceos entre los años 1930 y 1960 cuando fueron de gran utilidad para la industria cosmética y alimenticia, entre otras.
El curioso fenómeno aparecía descrito del siguiente modo en un extracto del documento:

Balaenoptera Musculus

N° ejemplares                          Año                                     

8.000                                        2020                  
4874                                         2025
1321                                         2030 
163                                           2031
                

Al principio, la gente sintió lástima. Acudían con baldes a la orilla de las playas, y luego de quitarse zapatos y arremangarse pantalón, se metían al mar, llenaban los baldes e intentaban refrescar los enormes cuerpos perdidos.
Los biólogos no lograban explicarse que los mamíferos vararan, en distintos lugares, con una sincronía macabra. Se les vio morir en California. Los turistas, que acostumbraban incluir en sus dinámicas de mall la observación y alimentación de los cetáceos como un espectáculo de varietés, quedaron perplejos ante el gran número de ejemplares que concurrió a deleitarlos con sus proezas aquel día.
La imposibilidad de mover los cuerpos varados, decantó prontamente en una frustración que acabó con las buenas intenciones de los circunstanciales socorristas. El agua salada, que a ratos llegaba a humedecer la piel de las ballenas entregadas hace mucho tiempo a un destino trágico, no lograba evitar la desecación ; la inevitable muerte se volvía más cruenta ante la esperanza de vida que llegaba con cada gota de agua que alcanzaba sus cuerpos sin conseguir arrastrarlos mar adentro.

Luego de la frustración vino el asco. Intentaron devolver a las colosas al mar. Amarraron sus cuerpos con gruesas sogas. No hubo selección. Maniataron a vivas y muertas.  Arrastraron a los cetáceos por las playas con 4X4, con tractores, levantaron sus pesos con grúas, pero los cuerpos permanecieron sobre la arena, mudos, surcados por las marcas de las cuerdas, abiertos impudorosamente ante ojos indolentes.
Durante la agonía de algunas que sobrevivieron al fracasado intento, la sangre que cubría la arena fue alterando la fisonomía de la playa. Las posas carmesí devinieron en ríos. Algunos fluyeron desde su lecho hacia el mar, mientras otros, en el trayecto, fueron conformando monumentales costras. Entre ellas, los cadáveres se mecían, parsimoniosamente, al capricho de la marea que parecía disfrutar el no decidir llevarlos consigo o dejarlos entre las costras como trofeos. Entretanto, una espuma rojiza coronaba su frontera.
Uno o dos días después, llegaron hombres y mujeres desde distintos lugares de la ciudad a disputar la carne de las ballenas a  gaviotas y perros. Vinieron con machetes. Trajeron unas hachas. Aparecieron con cuchillos. Cualquier apero sirvió para destazar los cuerpos y dejar al descubierto las impresionantes estructuras óseas.
La gente se agolpaba en la playa para observar el espectáculo que ofrecían los rorquales tendidos en la arena. De sus cuerpos se desprendía carne a granel.
Las ballenas que habían mantenido su lucha hasta ese punto, fueron descuartizadas del mismo modo que los cadáveres. Los azarosos carniceros hicieron caso omiso a las miradas aún vivas que les observaban desde la inmovilidad de las moles. Para el oído humano fue imperceptible el sollozo. Para el humano se hizo invisible el latido. Sus manos impulsadas por el placer del corte se extraviaron en las carnes a machetazos. 
La faena estuvo concluida en un par de días gracias a la determinación con que se llevó a cabo. De los titánicos cetáceos que vararon en los márgenes quedó sólo una pulcra osamenta. Las familias comenzaron a habituarse a pasear por el litoral para observar aquellos restos monumentales que permanecían inmutables sobre la arena. Algunos volvían a casa con un hueso de recuerdo.
Una mañana de paseo, pudo advertirse que algunos esqueletos estaban forrados en lona. Desde muy lejos, parecía como sí las ballenas hubiesen regresado a habitar sus restos. Era una puesta en escena entre mística y pánica. Cerca de los armazones de hueso y tela, podían observarse unas improvisadas puertas, oírse conversaciones que hacían eco dentro de las estructuras, unas luces que escapaban por la cavidad ocular.
Había gente viviendo dentro de las azules.