jueves, 25 de abril de 2013

Ejercicio 12: La corona de espinas

La encrucijada deteniéndose a los pies de ese telón rocoso, imponiéndose en un primer plano incómodo por audaz, violento e ineludible, como la amenaza sostenida con firmeza por la mano, inadvertida tras los cuerpos de aquéllos...los resignados a su látigo.
Allí está ella, la coronada de montañas. Allí están ellos.
Allí está ella, la resuelta hasta el escándalo, la de la mano, castigadora, la del látigo, la Amada.
Allí están ellos...
¿Quién resultaría herido por la mano/Amada? ¿EL escogido o el ignorado? ¿Cuál herida rasgaría la carne...cuál volvería jirones el cuerpo...la vida? ¿Quién sería el coronado por espinas?
En la dirección de las miradas de dos de las figuras podría adivinarse el horizonte común, un horizonte inscrito en los márgenes de un modo heredado: el de la compañía. La otra figura, paria del mundo, ajeno y resuelto como si conociera su destino desde la mano, observa la esquina de la soledad, habita, en libertad, su rincón de mundo. Nada de horizontes comunes para él. Ni a fuerza de latigazos querría acarrear el peso de ella. Como indómito que se es, desdeña el yugo. No transará libertad por compañía. Apenas sabe movilizar el peso de su cuerpo. Nada sabe de docilizarlo, exponer su cabeza a la guillotina amorosa, mostrarse postrado a los caprichos de la mano. Llegó al mundo con la vida echa jirones. Lo leyó en las líneas de su mano desde el nacimiento. Llegó al mundo con el corazón coronado de espinas.
Pero ella aún cree, elevándose desde ese pedestal/carreta, que puede optar por él, que su amor en forma de látigo puede herirle el cuerpo de caricias, flagelarle los latidos hasta la sumisión, coronarle la existencia de espinas.