sábado, 17 de octubre de 2015

No hay nada más solo que la mirada



Él piensa que no volverá a mi casa. Pero no lo dice, por si en el futuro se arrepiente.  Cree que mi casa, gris, como piensa que es, siempre está  abierta para él. Pero no lo está. Quiero visitarte, me escribía hace unos días. Leí el mensaje varias veces sin responder. No quiero que venga. Nunca tenemos sobre qué hablar realmente, pese a que igual hablamos, como improvisando conversaciones que no se sostienen salvo por los besos, salvo por las caricias, salvo por la cama que compartimos al final de todo, siempre. Como que  hay que hablar aunque no se quiera. Le diría que viniese si sólo viniera a besarnos y hacerlo. Pero, no, ambos fingimos ese preámbulo innecesario, como si fuéramos amigos. Apenas si somos, yo para él, él para mi. No sé si recuerda mi nombre. Tampoco es que me importe. Para mi es el chico de los besos. Para mi eres el chico de la cama. Si no insistieras en quedarte tanto rato por la mañana, tal vez te invitaría un día de estos. Pero sueles dormir en mi cama hasta tarde y yo, mientras, pasearme por la cocina, por el baño, por el patio, por la cocina, por la escalera, sin llegar a acercarme a mi habitación para no despertarte, me paseo como si esta casa mía fuera un territorio extranjero. Me gustaría despertarte bruscamente y pedirte que te fueras porque tengo cosas que hacer. Te he contado que los domingos visito a mi mamá, que vamos juntas a la feria, que caminamos mientras la escucho, que camino en silencio junto a ella. Pero no te importa porque duermes como si no te importaran mis rutinas. Todos los domingos visito a mi mamá, te cuento, mientras te encamino al metro más cercano y nos despedimos con un beso como si nos quisiéramos.
Te respondí diciendo que vinieras, que estaría sola ese día. Te dije que no volvería a echarme para atrás. Me dijiste que podíamos escuchar tu disco. Dijiste que estarías aquí cerca de las 9 de la noche, pero llegaste pasado las 11 sin el famoso disco. Tomamos whisky, fumamos y hablamos ese tipo de conversaciones que ya referí líneas antes. Al final, sólo guardabas silencio mientras yo hablaba, cantaba y hablaba, haciendo hora para ir a la cama. Me seguiste por la escalera. Te ofrecí su pieza, pero entraste a la mía. Me acosté pensando en que no lo haríamos. Además de estar mareada, en algún momento de la vida dejaste de ser el chico de los besos, de la cama. Te acostaste y me acosté a tu lado, me abrazaste y me dejé sin corresponderte, intentaste besarme, me mantuve rígida mientras tu mano subía por mi pierna izquierda y se detenía, como siempre, entre ésta y la derecha. Tu mano se movía con torpeza, como un pez fuera del agua, entre mis piernas. No sentí nada. Sentí asco y me levanté a vomitar. Tengo que bajar a vomitar, te avisé. Subí. Me cansé. Me di vuelta. Me dormí. 
Ya no me has escrito hace semanas. Mi casa permanece gris; ahora es una casa gris con parrón. Hay calas en una de las jardineras y la fucsia que planté el verano pasado ha florecido su primera flor. Los azahares del naranjo mantienen el patio con un olor dulce y a veces recojo una naranja o un limón con fines desconocidos. Ahora que comienza a hacer calor, suelo acostarme cerca del medio día entre las calas, los cardenales y la fucsia. Me gusta que no haya nadie en casa. Me gusta que no estés tú en casa. Mi casa tiene esta rutina gris. Mi casa es gris. Mi jardín es gris. Mi casa y yo mantenemos un espacio gris entre nosotras, nuestra simbiosis es perfecta, cohabitamos, nos observamos a distancia, soy cuando ella me mira, y ella es para mi y esa distancia entre nosotras es íntima, no está abierta para ti ni para nadie. No hay nada más solo que la mirada, leía esta tarde.